En Meléndez tenemos en esta época, sobre todo, la conciencia del poeta
perseguido, también pleno de añoranzas. Se encierra en sí mismo y medita
delante de los Salmos de David o recuerda los
versos de Fray Luis, víctima de las envidias y del Santo Oficio.
Nuevamente se enfrenta a la soledad, ahora con un sentimiento más profundo,
entre gemidos y sombras, lejos de la amistad confortadora. Su suerte no es en
absoluto feliz:
¡Oh
memoria! ¡Oh dolor! Ya me acechaba
|
|||
la vil
calumnia, y con su torpe aliento
|
|||
la alma
verdad, y mi candor manchaba.
|
|||
Indignéme
en su insano atrevimiento,
|
|||
indignéme
y gemí, y arrebatado
|
|||
me vi al
furor de un huracán violento.
|
|||
| |||
|
Se aleja la gloria de
otros tiempos y solo le queda el consuelo de la filosofía, las lecturas, las
amistades, y, a veces, la voz callada de la musa… Pero en absoluto sirve
todo esto para ocultar la desilusión en la que sume su vida. El romance XLI,
«Mis desengaños», rezuma desconsuelo e incluso desconfianza en el hombre: «Y no hallé en él sino engaño, / dureza, odioso
egoísmo, / en el labio las virtudes, / y en el corazón los vicios».
Su frágil barquilla fluctúa entre la amargura y la esperanza. El símil de la
tormenta es la representación simbólica más perfecta de su estado: el viento y
el agua es destrucción, pero sabe que después vendrá la calma, porque no puede
creer que el mal sea eterno: «Tal las lúgubres
sombras /que ora abruman mi pecho / pasarán, y con ellas / mis amargos
desvelos». Quizás añore el estado que describe Fray Luis en la oda XVII,
«Descanso después de la tempestad», donde el poeta se siente llegar a puerto
después de haber estado a punto de zozobra.
Por eso Meléndez se cree en el deber de subsistir frente a la adversidad;
en ser encina que soporta el fuerte viento o roca que resiste el embate de las
olas: «He aquí el pecho constante / que por más
que se irriten / en su daño los hados / no podrán sumergirle». Mayores
desgracias le traería aún el futuro contra los que deshacer su fortaleza.
Su destierro se mitigó con el traslado a Zamora en 1801, donde permaneció
casi cinco años en la tranquilidad y el olvido. Se entretiene en una finca
campestre y ejerce sin agobios sus obligaciones sociales. Tras la persecución
inquisitorial vino nuevamente la calma al desterrado. La epístola IX, a su amigo
el prebendado Plácido Ugena, expresa lo que ha supuesto para su vida el acoso
de que ha sido objeto:
|
Pero «pasó el nublado
asolador», a pesar de que queden sus huellas. Quiere entonces vivir en paz,
ignorado; viviendo en serenidad la vida que es breve («Pasamos vaga sombra en
breve día»). Todo el espíritu horaciano del «áurea mediocritas», quizá también el de Fray Luis en su oda
a la Vida retirada, viene nuevamente a su
pluma en la expresión de un fuerte deseo de sosiego. La lectura, la
contemplación serán en adelante su ocupación. Quizá incluso añora tiempos
primitivos en que su ambición aún no había destruido su soledad. Y acaba
|
Sigue su actividad
literaria, sobre todo con ejercicios de traducción y adaptación.
De esta época es su oda «La creación», que sigue de cerca al Paraíso Perdido, de Milton, y la traslación de parte de la Eneida.