jueves, 11 de septiembre de 2014

Poema El Dolor del Destierro. Juan Melendez Valdes

En Meléndez tenemos en esta época, sobre todo, la conciencia del poeta perseguido, también pleno de añoranzas. Se encierra en sí mismo y medita delante de los Salmos de David o recuerda los versos de Fray Luis, víctima de las envidias y del Santo Oficio.
Nuevamente se enfrenta a la soledad, ahora con un sentimiento más profundo, entre gemidos y sombras, lejos de la amistad confortadora. Su suerte no es en absoluto feliz:


¡Oh memoria! ¡Oh dolor! Ya me acechaba
la vil calumnia, y con su torpe aliento
la alma verdad, y mi candor manchaba.
Indignéme en su insano atrevimiento,
indignéme y gemí, y arrebatado
me vi al furor de un huracán violento.











Se aleja la gloria de otros tiempos y solo le queda el consuelo de la filosofía, las lecturas, las amistades, y, a veces, la voz callada de la musa… Pero en absoluto sirve todo esto para ocultar la desilusión en la que sume su vida. El romance XLI, «Mis desengaños», rezuma desconsuelo e incluso desconfianza en el hombre: «Y no hallé en él sino engaño, / dureza, odioso egoísmo, / en el labio las virtudes, / y en el corazón los vicios». Su frágil barquilla fluctúa entre la amargura y la esperanza. El símil de la tormenta es la representación simbólica más perfecta de su estado: el viento y el agua es destrucción, pero sabe que después vendrá la calma, porque no puede creer que el mal sea eterno: «Tal las lúgubres sombras /que ora abruman mi pecho / pasarán, y con ellas / mis amargos desvelos». Quizás añore el estado que describe Fray Luis en la oda XVII, «Descanso después de la tempestad», donde el poeta se siente llegar a puerto después de haber estado a punto de zozobra.
Por eso Meléndez se cree en el deber de subsistir frente a la adversidad; en ser encina que soporta el fuerte viento o roca que resiste el embate de las olas: «He aquí el pecho constante / que por más que se irriten / en su daño los hados / no podrán sumergirle». Mayores desgracias le traería aún el futuro contra los que deshacer su fortaleza.
Su destierro se mitigó con el traslado a Zamora en 1801, donde permaneció casi cinco años en la tranquilidad y el olvido. Se entretiene en una finca campestre y ejerce sin agobios sus obligaciones sociales. Tras la persecución inquisitorial vino nuevamente la calma al desterrado. La epístola IX, a su amigo el prebendado Plácido Ugena, expresa lo que ha supuesto para su vida el acoso de que ha sido objeto:

¡Oh memoria! ¡Oh dolor! Ya me acechaba
la vil calumnia, y con su torpe aliento
la alma verdad, y mi candor manchaba.
Indignéme en su insano atrevimiento,
indignéme y gemí, y arrebatado
me vi al furor de un huracán violento.
Sin nombre, sin hogar, proscrito, hollado
me viste; empero, en sufrimiento honroso
inmoble, en Dios y en virtud fiado.




Pero «pasó el nublado asolador», a pesar de que queden sus huellas. Quiere entonces vivir en paz, ignorado; viviendo en serenidad la vida que es breve («Pasamos vaga sombra en breve día»). Todo el espíritu horaciano del «áurea mediocritas», quizá también el de Fray Luis en su oda a la Vida retirada, viene nuevamente a su pluma en la expresión de un fuerte deseo de sosiego. La lectura, la contemplación serán en adelante su ocupación. Quizá incluso añora tiempos primitivos en que su ambición aún no había destruido su soledad. Y acaba

Que aquél, Ugena mío, es más dichoso
que más oscuro en su rincón se encierra;
y el oro y todo el mando de la tierra
ni un día valen de feliz reposo.





Sigue su actividad literaria, sobre todo con ejercicios de traducción y adaptación. De esta época es su oda «La creación», que sigue de cerca al Paraíso Perdido, de Milton, y la traslación de parte de la Eneida.

La agonia del Tenorio. Don Juan Tenorio. José Zorrilla

Desde El Burlador de Sevilla -sea de Tirso de Molina o de Andrés de Claramonte- al Don Juan Tenorio de Zorrilla el vencimiento del plazo que otorga al seductor la divinidad se ha convertido en un motivo dramático fundamental, si bien la agonía cobra en unas obras mayor dimensión y complejidad textual que en otras.
Parece claro que en la versión barroca el proceso agónico es muy breve. Se inicia en el momento en que Don Gonzalo tiende la mano al seductor y este le responde:
D. Juan        ¡Que me abraso! ¡No me abrases
                     con tu fuego!                 
Advertido por Don Gonzalo de que ese fuego es el castigo que Dios le impone por sus culpas: «Ésta es justicia de Dios: "quien tal hace, que tal pague"», el burlador ruega de nuevo:

D. Juan       ¡Que me abraso, no me aprietes! 
                    Con la daga he de matarte.
                    Mas, ¡ay, que me canso en vano
                    de tirar golpes al aire

Don Gonzalo no se ablanda y Don Juan pide entonces confesión, pero don Gonzalo rechaza tal posibilidad: «No hay lugar: ya acuerdas tarde». Y efectivamente, poco puede durar ya la lucha:

D. Juan       ¡Que me quemo! ¡Que me abraso!
                    ¡Muerto soy!

         Y efectivamente, la acotación indica que Don Juan «cae muerto».
Bastante más larga es la agonía que sufre el protagonista de El Estudiante de Salamanca, «segundo Don Juan Tenorio», en el que, sin duda, también se inspirará Zorrilla, como puede comprobarse a partir de la presencia de varios motivos que luego reaparecerán en la obra del vallisoletano. Cuando dirigen sus pasos hacia la muerte, ambos protagonistas acaban de matar a un rival en un desafío y ambos tienen un encuentro que los avisa de su próxima muerte. Félix de Montemar se encuentra con la figura de una mujer misteriosa, a la que sigue por un espacio fantástico, que se abre después de que Don Félix «se adelanta / por la calle fatal del Ataúd». Siguiendo a la devota tapada, descubre la imagen de Jesús alumbrada por una lamparilla, ante la que el impío no duda en blasfemar, a pesar de que «La calle parece se mueve y camina, / faltarle la tierra sintió bajo el pie». Su arrogancia lo mismo que ocurrirá en el don Juan de Zorrilla le hace pensar que lo vivido es efecto del vino, del «néctar jerezano» y así insiste en importunar por segunda vez a la dama. Es entonces cuando esta comienza sus rosario de advertencias:  «-Hay riesgo en seguirme». «-Quizá luego os pese». «-Ofendéis al cielo». Y, por fin, en el verso 230 «-¡Vuestra última hora quizá esta será!...», seguida de una nueva advertencia, en la que Don Félix advierte que la dama lo conoce: «Dejad ya, don Félix, delirios mundanos.». Pero Don Félix no se arredra y le pide trocar los sermones por conversaciones de «amores» y declara una vez más que sólo le interesa el presente y los goces. Cuando la dama, resignada, exclama «-¡Cúmplase en fin tu voluntad, Dios mío!-», inicia, seguida de Montemar, un recorrido por «tristes calles, / plazas solitarias,», donde una «maldecida bruja / con ronca voz canta, y de los sepulcros  /los muertos levanta» (258-261). Don Félix empieza a sentirse perdido, parece recorrer otra ciudad, «y ve fantásticas torres» (284) que se arrancan de su pedestal, y los espectros inician danzas macabras. La danza de los fantasmas es de nuevo considerada como efecto «del Málaga» que bebió y lejos de atemorizarse se burla del silencio de  la blanca visión que se detiene para dejar pasar  unos «enlutados bultos», que traen en medio un féretro con dos cadáveres. A pesar de reconocer en ellos a Diego de Pastrana y a sí mismo, Montemar insiste en creerlo «ilusión de los sentidos». Una nueva blasfemia y Don Félix vuelve de nuevo a su conversación con la dama a quien urge a indicarle donde vive, dado que es tarde, a lo que esta responde: «-Tarde, aún no; de aquí a una hora lo será.» (460-461). Y unos versos más adelante:

-Cada paso que avanzáis              
lo adelantáis a la muerte,              
don Félix. ¿Y no tembláis,      470          
y el corazón no os advierte              
que a la muerte camináis?

       Montemar responde con una nueva blasfemia y cuando anima a la visión a continuar el camino, esta se detiene ante una puerta. La altivez del protagonista, convertido ahora en  «un Segundo Lucifer» que se atreve a pedir cuentas a Dios. Montemar se adentra por un muro que lo conduce a otro mundo, pero su agonía comienza cuando la misteriosa dama del «blanco velo» (810)





Finalmente, en el caso de del Don Juan de Zorrilla su agonía parecen comenzar con estas palabras:

D. Juan       Pavor jamás conocido   
                   el alma fiera me asalta,   
                   y aunque el valor no me falta,   
                   me va faltando el sentido.

Al menos eso es lo que interpreta el Comendador:
Estatua          Eso es, don Juan, que se va    
                   concluyendo tu existencia,    
                   y el plazo de tu sentencia    
                   fatal ha llegado ya.


         De modo que los versos que siguen a continuación no pueden concluir sino en la muerte. La agonía que padece este Don Juan es mucho más breve y difiere notablemente de la padecida por Montemar, tanto cuanto más diferencias tendrán la solución final de ambas
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Capitulo IX. La Regenta

Tras confesarse, Ana acompañada de Petra llegó a su portal. Aquella tarde era una de esas en la que a nadie le apetece estar en casa pues no había cesado de llover hasta ese momento. Por ello, Ana decidió dar un paseo con su doncella. Bajaron por la calle de Águila hacia el puente de Mari Pepi. Cuando llegaron, Ana se sentó sobre las raíces de un castaño. En ese momento se paró a contemplar a una nevatilla que estaba en la sombra. Esta se cansó y se marchó a buscar luz. Ana deseaba hacer lo mismo que aquel pájaro, debido a que ella también estaba cansada de vivir siempre bajo la misma sombra.
Ana estaba contenta con el Magistral pues nunca antes un sacerdote le había hablado antes de aquella manera ni le había hecho ver la fe y la razón de aquella manera. Su antiguo confesor, Ripamilán, era un buen hombre pero su manera de confesar era bastante rutinaria y nunca le había enseñado nada. De la cuestión personal la Regenta no le había hablado mucho al Magistral. Al recordar esto Ana sintió escrúpulos pues no le había dicho nada de su inclinación por Don Álvaro. De ningún modo comulgaría se quedaría en casa y por la tarde iría a confesar para que al día siguiente comulgar. Un sapo la miraba atentamente. Ana dio un grito asustada y llamó a Petra, creyó verla leído sus pensamientos. Petra no contestaba se encontraba en casa de su primo Antonio, el molinero. Seguramente se casarían cuando fueran mayores, pues ambos se querían. Cuando vino Petra, Ana se encontraba celosa pues ella también deseaba ser querida con pasión.
Ambas decidieron marcharse, pero esta vez por una calle nueva. Al anochecer esta se convertía en una acera de paseo donde todos los jóvenes salían a las calles. Las muchachas solían imitar a las señoritas y los obreros fingían ser caballeros. Los grupos se abrían para dar paso a la Regenta. Los hombres la piropeaban. Ana sentía envidia de todas aquellas personas que radiaban amo. De repente un hombre atacado por los celos desea pegar a su novia. En ese momento abandonaron el boulevard.

Al llegar a la calle del comercio vieron a un grupo de niños pobres de unos ocho a doce años que discutían delante de un escaparate de golosinas la calidad y el nombre de aquellos tesoros. Ana quiso llegar pronto a casa, se temía un próximo ataque. De repente se encontraron con Paco y Don Álvaro, quienes le acompañaron hasta su casa. Don Álvaro creía que solo con su presencia bastaba para producir efectos sobre la Regenta. Ambos de camino a casa sostuvieron una conversación llena de filtreos. En la que Paco se encontraba con Petra mucho más atrás para no interrumpirlos. Ya estando en la puerta, Paco le dijo a la Regenta que hoy iban a ir todos al teatro junto con ella y su marido. Ella le dijo que no iría.

La Regenta. Del cap. XXVI al XXX. Desenlace de la historia: Adulterio y tragedia final.

En el cap. XXVI De Pas y Ana se reconcilian y, en compensación, Ana le promete que saldrá descalza como penitente en la procesión de la Semana Santa (con esto el Magistral pretende mostrar a sus enemigos que no ha perdido autoridad sobre Ana). Después de la experiencia del Viernes Santo, Ana sufre una nueva enfermedad. Para su recuperación,  Mesía sugiere al Marqués de Vegallana que Ana pase una temporada en su finca. De esta manera Mesía podría quedarse a solas con ella. En el cap. XXVIII sucede algo fundamental para el desenlace de la historia. En uno de los paseos por la finca de los marqueses, Ana y Mesía, que caminaban separados del grupo se ven sorprendidos por una tormenta y se refugian en una cabaña. Álvaro aprovecha la ocasión para declararle su amor. Pasan todavía unos días hasta que Ana, después de ésta declaración de amor, se convierta en amante de Mesía.
Ana y Mesía ya amantes se encuentran casi a diario en el dormitorio de Ana (algo que no debe sorprender pues ella y su marido no dormían juntos). Mesía pasa cada noche y antes de que se despierte el marido escapa por el balcón sin levantar sospechas. Petra la criada de los Quintanar, es la primera en saber que Mesía  está todas las noches en la alcoba de la Regenta haciéndole el amor, y decide contárselo al Magistral. Lo hace porque odia a Ana y porque desea trabajar en casa del Magistral y piensa que así conseguirá sus propósitos. De Pas, dolido por los celos, quiere vengarse, se siente humillado, como si fuera a él a quien están engañando. Le gustaría asesinar con sus manos a Mesía, pero es un cura y no puede hacer nada, por eso, con la colaboración de Petra, idea el modo de vengarse: Don Víctor se levanta todos los días a las siete de la mañana para ir a cazar, pero Petra debía adelantarle el despertador una hora de este modo vería como Mesía abandonaba la alcoba de Ana.
En el Cap. XXX (final de la novela), el plan funciona. Quintanar se despierta antes y aunque descubre a los amantes,  se marcha de caza  como tenía pensado ese día. Sin embargo, al volver a casa, Fermín De Pas lo espera y lo convence para que defienda su honor en duelo con Mesía. Álvaro es un cobarde y no quiere “batirse en duelo” de pistolas. Además Quintanar es muy buen tirador, uno de los mejores de Vetusta. El marido de Ana tampoco quiere el duelo ni matar a Álvaro. Los dos luchan por las presiones de los demás. En el duelo, por casualidad Mesía mata al marido de Ana.  Mesía huye a Madrid y escribe a la Regenta una carta que le deja aún más abatida y sólo.

La Regente termina aislada, señalada por la sociedad como adultera y causante de la muerte de su marido. La novela se cierra con un último encuentro, del todo desgarrador, entre Ana y Fermín en la catedral  (los fragmentos 3, 4 y 5 recogen estos momentos finales de la obra)

Comentario. El estudiante de Salamanca

Si El Diablo Mundo es la obra más ambiciosa y compleja (técnica y compositivamente) de Espronceda, El estudiante de Salamanca es la más netamente romántica, la más esproncediana, por lo que posiblemente su elección para ilustrar el período sea difícilmente cuestionable.
            En principio, El estudiante es un “cuento legendario en verso”, pero más allá de su carácter narrativo, el afán innovador del movimiento nos brinda en ella también intensas declaraciones líricas ya antológicas e incluso un cuadro dramático completo (la parte Tercera). La leyenda central que alimenta esta obra es la historia del estudiante Lisardo, que a su vez parte de la creencia en la güestía o procesión de almas del norte de España, y que ya pasó en el siglo XVI a nuestra literatura escrita y alimentó en el Barroco obras como la inevitable referencia de Tirso de Molina: El burlador de Sevilla.
            Con independencia de la fuente legendaria central, los motivos centrales de la obra fueron tomados de varias leyendas y, sin duda, matizados por la lectura de muchas otras obras. Estos motivos centrales son cinco: a) la visión del propio entierro, b) el mito de don Juan, c) el carácter de la mujer protagonista, d) la danza macabra y e) la mujer transformada en esqueleto. La visión del entierro propio aparece ya en la Leyenda de Lisardo, y es evidente a partir de la obra de Tirso. El entierro propio simboliza el tránsito, la llave del mundo material al espiritual, de manera que es lógica su recurrencia en el movimiento romántico.
            En cuanto al mito de don Juan, la filiación de don Félix con el Tenorio de Tirso es expresa y sus retratos son coincidentes. Don Juan es el símbolo de lo socialmente reprobable, del individuo rebelde. Pero, a diferencia del protagonista barroco, aquí la muerte no se contempla como una reconducción del personaje negativo, sino, al contrario, como un triunfo del anhelo de libertad e individualismo. Si Tenorio es un condenado, Montemar es un héroe. No es difícil sostener que lo esencial de don Félix no es el carácter seductor, sino precisamente su rebeldía extrema, pues en el ansia de afirmación del yo reside la necesidad de traspasar los límites de lo que somos como seres humanos. Esto es lo que ha llevado a algunos críticos a teorizar sobre el satanismo de don Félix.
            Por lo que respecta al carácter de Elvira, la mujer protagonista, supone el arquetipo de “mujer romántica”, con dos momentos bien claros: el inicial, en que es bella e inocente (donna angellicata) y uno posterior, en que al ser abandonada por el héroe se muestra infeliz y melancólica. Lo que es característico de la obra es su transformación de mujer objeto de seducción y afrenta en esqueleto que adopta un nuevo papel: el del Virgilio dantesco, que va a acompañar al héroe hasta los mismos infiernos.
            El último motivo, el de la danza macabra y la boda, es una larga tradición medieval (el tópico del Totenhanz) que se recoge en esta época con profusión (Listz, Berlioz, Coleridge, Goethe y luego Baudelaire o Poe lo hacen).
            Pero fuera de las coincidencias temáticas o ambientales con el romanticismo europeo canónico, merece la pena consignar que pocos poetas han conseguido como Espronceda un grado de significación semejante en el ritmo o en la versificación, o, lo que es lo mismo, dentro de la conocida libertad métrica y estilo enfático románticos, pocos han mostrado un dominio de la significación fónica tan imponente como para permitir hablar de dos planos expresivos paralelos: el puramente semántico y el fónico. Sobran ejemplos para corroborar la escrupulosa acomodación de ambos planos: los pasos de don Félix atravesando la calle del Ataúd, el tránsito sonoro de las campanas hasta un inquietante silencio o la torsión sintáctica coincidente con el descenso de Montemar por una escalera de caracol a los infiernos. Y, sobre todos ellos, la aliteración y la onomatopeya: para ser justos, Leibniz o Nodier se habían ocupado del tema, pero en Espronceda se extrema hasta abolir la máxima de que el signo lingüístico es arbitrario, en tanto que, con Espronceda, el verso se convierte en representación icónica (no únicamente simbólica) de la realidad).
            A la luz de lo dicho, la composición polimétrica, típica del Romanticismo, es imprescindible para acomodarse a las vicisitudes narrativas o anímicas. En paralelo a la música programática romántica, la diversidad métrica permite esa acomodación.
            Por último, también está presente en El estudiante el proverbial estilo enfático romántico que evidencia la función expresiva; signos de exclamación (incluso duplicados o triplicados), puntos suspensivos, interjecciones, interrogaciones retóricas, etc. Y, como recurso revelador, la adjetivación valorativa, que se acumula en enumeraciones para responder a la descripción de sentimientos y sensaciones. Es comprensible, por cierto, que en el transposición de los rasgos y sensaciones humanas al entorno, la mayor parte de figuras tienen como término real un sentimiento o rasgo humano y como término imaginario un elemento de la naturaleza, pues es en realidad del alma, más que del paisaje, de lo que habla el artista.

            Un último comentario merece una estructura que rompe la linealidad narrativa, donde la segunda parte se adelanta a la primera, anticipando alguna de las técnicas novelescas del siglo XX. En definitiva, estamos ante una obra que, por encima de su valor dentro de un movimiento concreto, se sitúa como una de las cumbres de nuestra historia literaria.

La ajorca de oro. Gustavo Adolfo Becquer

Pedro Alfonso de Orellana amaba sin límites a María Antunez. Un día en que la sorprende llorando, logra, tras mucha insistencia, enterarse de que la mujer ansia obsesivamente hacer suya la joya de oro que lleva en uno de sus brazos la imagen de la Virgen del Sagrario, patrona de la ciudad de Toledo.

Venciendo sus anteriores resistencias, esa misma noche el enamorado arranca sigilosamente, en la Catedral, la preciada ajorca a la Virgen; pero no puede llevarla consigo, pues en el templo el ha visto seres sobrenaturales, cadáveres resucitados y horrorosas alimañas. Ante tales visiones, enloquece y cae desvanecido. A la mañana siguiente, es encontrado delirando en la iglesia, mientras retiene la ajorca en sus manos.

La nochebuena de 1836 - Yo y mi criado. Delirio filosófico

El artículo comienza explicándonos lo horribles que son para Larra los días 24 de cada mes, ya que siempre le ocurre algo malo en dicho día. Para que comprendamos mejor sus sentimientos explica lo que le sucedió el día de Nochebuena de 1836. Mientras narra la historia, nos va mezclando una serie de reflexiones sobre cómo se encuentra el país y en concreto la ciudad de Madrid, de la cual hace una sátira.
La historia empieza cuando de forma muy sutil se mofa de su criado dándole limosna. Larra pretende que el criado le diga la verdad, todo lo que piensa y que no sea hipócrita como el resto de la gente, que dicen lo que no piensan. Después se marcha al teatro y a la vuelta, al entrar en casa, se encuentra con su criado borracho. Entonces, el criado, debido a su estado de embriaguez, cuenta a su amo todo lo que piensa de él. Al oír la crítica de su sirviente se siente mal.
En este artículo Larra nos cuenta de un tema concreto y subjetivo, después lo desarrolla. En el desarrollo va mezclando temas generales y filosóficos. Finalmente nos cuenta que le pasó a él con su criado.

Larra critica la sociedad y el entorno en el mismo vive. Se queja de la forma de pensar de la gente y de sus criterios hipócritas. Pero además se critica a él mismo, considerándose igual que el resto. En su autocrítica básicamente dice que es un periodista que escribe lo que no piensa, que se ve coaccionado por la sociedad y que hace creer a los demás algo en lo que ni él mismo creería nunca. El criado representa la figura estereotipo de la sociedad de Larra, un hipócrita, a merced de la sociedad y dominado por esta como una marioneta.