Si El Diablo Mundo es la obra más ambiciosa y compleja (técnica y
compositivamente) de Espronceda, El
estudiante de Salamanca es la más netamente romántica, la más
esproncediana, por lo que posiblemente su elección para ilustrar el período sea
difícilmente cuestionable.
En
principio, El estudiante es un
“cuento legendario en verso”, pero más allá de su carácter narrativo, el afán
innovador del movimiento nos brinda en ella también intensas declaraciones
líricas ya antológicas e incluso un cuadro dramático completo (la parte
Tercera). La leyenda central que alimenta esta obra es la historia del
estudiante Lisardo, que a su vez parte de la creencia en la güestía o procesión de almas del norte
de España, y que ya pasó en el siglo XVI a nuestra literatura escrita y
alimentó en el Barroco obras como la inevitable referencia de Tirso de Molina: El burlador de Sevilla.
Con
independencia de la fuente legendaria central, los motivos centrales de la obra
fueron tomados de varias leyendas y, sin duda, matizados por la lectura de
muchas otras obras. Estos motivos centrales son cinco: a) la visión del propio
entierro, b) el mito de don Juan, c) el carácter de la mujer protagonista, d)
la danza macabra y e) la mujer transformada en esqueleto. La visión del
entierro propio aparece ya en la Leyenda de Lisardo, y es evidente a partir de
la obra de Tirso. El entierro propio simboliza el tránsito, la llave del mundo
material al espiritual, de manera que es lógica su recurrencia en el movimiento
romántico.
En
cuanto al mito de don Juan, la filiación de don Félix con el Tenorio de Tirso
es expresa y sus retratos son coincidentes. Don Juan es el símbolo de lo
socialmente reprobable, del individuo rebelde. Pero, a diferencia del
protagonista barroco, aquí la muerte no se contempla como una reconducción del
personaje negativo, sino, al contrario, como un triunfo del anhelo de libertad
e individualismo. Si Tenorio es un condenado, Montemar es un héroe. No es
difícil sostener que lo esencial de don Félix no es el carácter seductor, sino
precisamente su rebeldía extrema, pues en el ansia de afirmación del yo reside
la necesidad de traspasar los límites de lo que somos como seres humanos. Esto
es lo que ha llevado a algunos críticos a teorizar sobre el satanismo de don
Félix.
Por
lo que respecta al carácter de Elvira, la mujer protagonista, supone el
arquetipo de “mujer romántica”, con dos momentos bien claros: el inicial, en
que es bella e inocente (donna angellicata) y uno posterior, en que al ser
abandonada por el héroe se muestra infeliz y melancólica. Lo que es
característico de la obra es su transformación de mujer objeto de seducción y
afrenta en esqueleto que adopta un nuevo papel: el del Virgilio dantesco, que
va a acompañar al héroe hasta los mismos infiernos.
El
último motivo, el de la danza macabra y la boda, es una larga tradición
medieval (el tópico del Totenhanz)
que se recoge en esta época con profusión (Listz, Berlioz, Coleridge, Goethe y
luego Baudelaire o Poe lo hacen).
Pero
fuera de las coincidencias temáticas o ambientales con el romanticismo europeo
canónico, merece la pena consignar que pocos poetas han conseguido como
Espronceda un grado de significación semejante en el ritmo o en la
versificación, o, lo que es lo mismo, dentro de la conocida libertad métrica y
estilo enfático románticos, pocos han mostrado un dominio de la significación
fónica tan imponente como para permitir hablar de dos planos expresivos
paralelos: el puramente semántico y el fónico. Sobran ejemplos para corroborar
la escrupulosa acomodación de ambos planos: los pasos de don Félix atravesando
la calle del Ataúd, el tránsito sonoro de las campanas hasta un inquietante silencio
o la torsión sintáctica coincidente con el descenso de Montemar por una
escalera de caracol a los infiernos. Y, sobre todos ellos, la aliteración y la
onomatopeya: para ser justos, Leibniz o Nodier se habían ocupado del tema, pero
en Espronceda se extrema hasta abolir la máxima de que el signo lingüístico es
arbitrario, en tanto que, con Espronceda, el verso se convierte en
representación icónica (no únicamente simbólica) de la realidad).
A
la luz de lo dicho, la composición polimétrica, típica del Romanticismo, es
imprescindible para acomodarse a las vicisitudes narrativas o anímicas. En
paralelo a la música programática romántica, la diversidad métrica permite esa
acomodación.
Por
último, también está presente en El
estudiante el proverbial estilo enfático romántico que evidencia la función
expresiva; signos de exclamación (incluso duplicados o triplicados), puntos
suspensivos, interjecciones, interrogaciones retóricas, etc. Y, como recurso
revelador, la adjetivación valorativa, que se acumula en enumeraciones para
responder a la descripción de sentimientos y sensaciones. Es comprensible, por
cierto, que en el transposición de los rasgos y sensaciones humanas al entorno,
la mayor parte de figuras tienen como término real un sentimiento o rasgo
humano y como término imaginario un elemento de la naturaleza, pues es en
realidad del alma, más que del paisaje, de lo que habla el artista.
Un
último comentario merece una estructura que rompe la linealidad narrativa,
donde la segunda parte se adelanta a la primera, anticipando alguna de las
técnicas novelescas del siglo XX. En definitiva, estamos ante una obra que, por
encima de su valor dentro de un movimiento concreto, se sitúa como una de las cumbres
de nuestra historia literaria.
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